Capítulo 3: III. Dimensión Psicológica - Afectiva
Guste o no,
un niño no puede permanecer para siempre en la etapa infantil. Cuando el
desarrollo físico llega a determinado punto, se espera que el niño madure
psicológicamente y abandone la conducta infantil. Elaborar el cambio desde la
infancia a la adultez es una tarea demasiado vasta para un lapso breve de
tiempo. Por consiguiente, el niño debe contar con tiempo para realizar el
cambio. Esa es la función de la adolescencia. Estos cambios de comportamiento
son importantes y acompañan las rápidas alteraciones físicas propias de la
adolescencia. A medida que el desarrollo corporal va siendo más pausado, en
la adolescencia final, las modificaciones de la conducta también se hacen más
lentas.
El muchacho
se encuentra con más problemas nuevos y con menos tiempo para resolverlos que
en ningún otro período anterior de su vida. Se da cuenta de que en razón de
su apariencia adulta se espera que actúe como tal, pero no sabe cómo hacerlo;
debe aprender a valerse por sí mismo y a enfrentarse al mundo sin que sus
padres y formadores hagan de armadura o parachoques, como lo hacían cuando
era un niño, pero a la vez necesita y busca, aunque no siempre
explícitamente, el consejo y la guía firme de sus formadores.
Para los
muchachos todos estos cambios no son superficiales. Los cambios iniciales les
preocupan y a veces les asustan. Ellos necesitan que se les explique qué les
está sucediendo. Muchas veces se sienten culpables por los cambios que
experimentan, por falta de una información básica. Y, como ya hemos señalado,
es necesario dar una información adecuada: se trata de prevenir no de
adelantar experiencias. Si el formador no se siente aún capacitado, pida el
consejo de expertos, o remita esta labor a la persona de un sacerdote.
A. Cambios en
las pautas de conducta acostumbradas
Los
constantes cambios físicos y psicológicos muchas veces no son entendidos por
el adolescente. Esto se manifiesta claramente en una constante
insatisfacción, en un no entender su propio mundo interior y no sentir como
propio el mundo externo que le rodea.
El púber
muestra una característica aversión al trabajo. Hace lo menos posible en el
hogar y en la escuela, descuida a menudo los deberes asignados en el seno
familiar y deja sin hacer las tareas escolares. Aun cuando padres y maestros
acusen al muchacho de "pereza premeditada", ésta responde en gran
parte a razones fisiológicas. Es un resultado directo del rápido crecimiento
físico de la pubertad que absorbe sus energías y lo lleva a tal grado de
cansancio que no tiene ni el gusto ni la motivación para realizar más de lo
que es absolutamente necesario. Cuando se le culpa o se le castiga
desproporcionadamente por no hacer lo que se espera de él, estas actitudes
contribuyen a crear resentimientos que reducen aún más su motivación.
El niño
muestra un interés agudo por el juego, y si se reúne con otros es para jugar;
también se aficiona a la lectura y a los programas infantiles de televisión.
En cambio, el adolescente empieza a perder el interés en esas actividades. No
pocas veces le invade el aburrimiento, se aleja del contacto social con sus
compañeros y pasa la mayor parte del tiempo solo, tendido en algún lugar o
elaborando sueños diurnos. Este cambio se debe también en parte al estado
general de fatiga paralelo al crecimiento veloz y a las alteraciones glandulares.
El muchacho
puede desarrollar fácilmente una actitud antagónica hacia otros, comprendidos
los miembros de su familia, sus profesores y sus compañeros. Tiende a la
crítica y al desprecio de todo lo que dicen o hacen. Por ello, muchas de sus
amistades de la infancia se ven forzadas a romper relaciones con él. Los
objetivos especiales en los que se descarga el antagonismo del muchacho son
los miembros del sexo opuesto. En tanto que el antagonismo sexual es
pronunciado durante la etapa de pandilla del final de la infancia, alcanza
por lo general su pico de intensidad en el curso de la pubertad. Los
muchachos se sienten resentidos por el mayor tamaño y desenvoltura de chicas
de su misma edad. Lógicamente este antagonismo, poco a poco, se va convirtiendo
en atracción y aventura.
Hay una
fuerte emotividad: o se aísla o se lanza a la exterioridad. Muchos jóvenes
necesitan mostrarse extrovertidos ante sus compañeros para no dar a conocer
posibles conflictos interiores. Otros, por el contrario, optan por hacer su
vida paralela a la de los demás como si los demás no pudieran comprender su
fuerte mundo emocional y pasional. Los enamoramientos repentinos, los
constantes sentimientos de incomprensión de parte de los demás, etc., tienen
su raíz en el gran potencial emotivo que caracteriza a la adolescencia.
Esta
emotividad, bien encauzada, lleva al entusiasmo típico del adolescente; es
fácil atraerlo con lo novedoso pero también con los "antiguos
ideales" de la infancia si son presentados con otras perspectivas y con
motivaciones adecuadas. El formador que sabe identificarse con el entusiasmo
propio del preadolescente pronto ganará su atención y, si sabe ofrecer cauces
adecuados a ese entusiasmo, también su liderazgo.
Hay tendencia
a la rebeldía, a las constantes discusiones, a la actitud de contradecir por
sistema, a aparentes comportamientos antisociales. No es raro que el
adolescente, con mayor o menor conciencia, lance un reto a la seguridad y
autoridad de su formador, a través de comportamientos o interpelaciones que
intentan desbordar los márgenes de la conducta ideal de un "niño
bueno". En estas ocasiones el adolescente, no pocas veces, está poniendo
a prueba la firmeza de su formador. Éste debe mostrarse ecuánime, sereno, sin
nerviosismos o impaciencias. Actuando así pronto acrecentará su liderazgo
sobre el muchacho. En el fondo el muchacho está buscando una persona que
tenga la seguridad que él no tiene, aunque quiera actuar como si la tuviera.
Hay tendencia
a buscar escapismos. Tendencia a buscar escapismos. El adolescente se sabe en
plenitud de vida y con una energía constante que parece no tener límites.
Esta vitalidad los lleva muchas veces a buscar un tipo de mundo distinto del
que tienen entre manos. Cuando con el paso del tiempo se van dando cuenta de
que el mundo no va a cambiar, muchos de ellos van buscando ciertas salidas de
escape; la modalidad de éstos dependerá de la forma de ser de cada
adolescente, de su extroversión o introversión.
A propósito
de este tema es importante tener en cuenta el síndrome internet (incluyendo
aquí los juegos electrónicos y todo lo referente a realidad virtual) para
entender lo que empieza a suceder con numerosos adolescentes que tienen una
verdadera adicción al mismo. De no controlarse esta adicción (límite de tiempo),
independientemente del problema de los contenidos nocivos al alcance del
muchacho, se crea un verdadero desajuste psíquico que afecta a las relaciones
familiares y sociales del muchacho. La dependencia de internet en la que
algunos muchachos caen les puede llevar a momentos fuertes de depresión a la
hora de volverse a encontrar con la realidad, después de horas de
"evasión virtual".
La
adolescencia es la época en la que el muchacho está definiendo su
personalidad y su carácter se va evidenciando cada vez más. No resulta fácil
para el adolescente lograr la identidad de su personalidad. Una tendencia muy
marcada en ellos es la de dividir la vida entre su mundo interior y su forma
de presentarse ante los demás, en su grupo de amigos y su medio ambiente. Son
muchos los elementos que pueden desviar a un preadolescente y a un
adolescente en este sentido. La presión ambiental muchas veces provocará un
choque interno, una división entre la forma de pensar de su núcleo familiar y
la forma de pensar de las amistades nacientes. Hay que controlar estas
divisiones para que vayan encontrando cauces de solución y para que el
muchacho aprenda a "distinguir sin separar".
La
afectividad también va experimentando cambios. Hemos señalado ya cómo el
antagonismo inicial hacia el sexo femenino se va transformando en atracción.
Esta atracción en un inicio tiene un marcado carácter fisiológico,
manifestado principalmente en la curiosidad por el conocimiento del cuerpo
femenino y por la necesidad de dirigir hacia él la tendencia pasional que el
muchacho siente cada vez con más fuerza. A esta atracción fisiológica se va
incorporando la atracción psicológico-afectiva, provocada en parte por el
descubrimiento de los límites de la propia afectividad masculina y en parte
por el descubrimiento de la riqueza de la afectividad femenina. El muchacho
empieza a percibir que sus tendencias afectivas tienen una dirección definida
y ve la necesidad de realizarse en la complementariedad femenina.
Se sabe que
en esta fase el muchacho termina de definir el así llamado sexo de género, es
decir, termina de identificarse psicológicamente en modo pleno con su
masculinidad, en parte por la adaptación completa a su cuerpo, en parte por
la clara diferenciación que establece espontáneamente entre él y el sexo
opuesto. En este proceso son conocidos los titubeos que pueden darse,
especialmente si no ha habido de por medio una educación sana y equilibrada,
sin descartar posibles causas patológicas. El muchacho no debe asustarse si,
en esta fase de definición, en algunos momentos siente (no consiente) cierta
inclinación hacia compañeros del mismo sexo. Se le debe ayudar para que, poco
a poco, oriente definitivamente sus inclinaciones sexuales y se abra sin
temores hacia la novedad del sexo femenino. Es este temor lo que muchas veces
provoca un encerramiento en la propia sexualidad, manifestándose a veces en
el autoerotismo y, llevado al extremo, en la homosexualidad. Esto es, en
definitiva, arrastrar la propia sexualidad, cuya realización está en la
donación fecunda, hacia la contradictoriedad y el sinsentido.
B. La
transición a la madurez
Pocos jóvenes
logran la transición de la infancia a la adultez sin "cicatrices
emocionales". A veces tales marcas carecen de importancia; en otras
ocasiones son tan perjudiciales que los adolescentes renuncian a la lucha y
permanecen inmaduros durante el resto de sus vidas. Ciertos efectos de la
transición son más comunes y más perniciosos que otros: inestabilidad,
preocupación por los problemas que deben enfrentar, conducta perturbadora e
infelicidad.
Inestabilidad
Proviene de
sentimientos de inseguridad y ésta, a su vez, se presenta cuando la persona
debe abandonar las pautas habituales y sustituirlas por otras. El adolescente
ya no puede conducirse como un niño, pero no se siente seguro de su capacidad
para hacer lo que la sociedad espera de él.
Los
sentimientos de inseguridad siempre son acompañados de tensión emocional; el
muchacho se muestra preocupado y ansioso, o enojado y frustrado. Raramente es
feliz en medio de su inseguridad porque se da cuenta de que su conducta
refleja su falta de confianza en sí mismo. La tensión emocional puede
expresarse exterior o interiormente; el adolescente puede ser agresivo,
tímido o retraído.
El
adolescente muchas veces ve todo lo que le está sucediendo con una gran
confusión de sentimientos. Por una parte se siente culpable del desenvolverse
de su inestabilidad, y por otra, tiene la impresión de que él está sufriendo
algo de lo que no es culpable. Un formador que sabe esperar, y sabe
reaccionar siempre con una equilibrada comprensión en los momentos más
difíciles, tendrá asegurada una respuesta muy noble por parte del
adolescente, aunque quizá ésta no sea inmediata.
La
inestabilidad se exterioriza, asimismo, en pautas de conducta no relacionadas
con la emotividad. Algunos adolescentes exageran su dedicación escolar, otros
se lanzan con entusiasmo a la práctica de deportes, y otros pasan la mayor
parte de su tiempo en actividades sociales. Algunos dan cuenta de su
inestabilidad alternando sus gustos, sus intereses, sus aspiraciones
vocacionales y sus amistades.
A medida que
avanza la adolescencia, el muchacho se hace cada vez más estable. Con cuánta
anticipación y con qué grado de éxito habrá de alcanzar la estabilidad
depende en parte de su motivación para acelerar la transición hacia la
madurez y, en parte, de las oportunidades con que cuente para hacerlo. Cuando
descubre que la gente considera su inestabilidad de modo desfavorable,
encuentra una motivación para hacerse más estable y digno de confianza.
Cuando tiene motivaciones especiales (una "misión", una
personalidad líder que forjarse, etc.), se acelera su estabilidad y el logro
de la madurez.
Ante la
inestabilidad del adolescente, el formador debe mostrarse siempre como el
amigo fiel que no cambia de parecer aunque cambien las circunstancias. En
ocasiones se ha podido constatar que frases como: "tú antes no eras
así..." "cómo has cambiado en cuestión de meses..." u otras
parecidas, han provocado reacciones muy negativas en los adolescentes. El
buen formador ejercerá un valioso papel de guía si va un paso por delante y
le explica oportunamente al muchacho qué le va a acontecer. Así será para el
adolescente como un amigo de los tiempos difíciles; cuando éstos lleguen, el
adolescente sabrá a quién recurrir.
Preocupación
por los problemas
La adaptación
a nuevas situaciones siempre ocasiona problemas. Por diversas razones, en la
adolescencia los problemas parecen más graves de lo que son en realidad o de
lo que parecerían si se presentaran en otras edades. Los problemas del
adolescente se intensifican si las tareas evolutivas de la infancia no han
sido dominadas completamente. Esto debe hacer pensar a los educadores que a
la persona no se le puede empezar a formar cuando llega a la adolescencia, o
ante ciertos problemas.
El
adolescente se preocupa con problemas concernientes a su hogar (relaciones
con miembros de la familia, disciplina), a la escuela (calificaciones,
relaciones con profesores, actividades ajenas a los estudios), al estado
físico (salud, ejercicios), a la apariencia (peso, atractivo físico,
conformación adecuada al sexo), a las emociones (desbordes temperamentales,
estado anímico), a la adaptación (aceptación por los compañeros, roles
dirigentes), a la vocación (selección, capacitación) y a los valores
(moralidad, drogas, sexo, etc.).
La principal
razón de que la adolescencia sea denominada una "edad de problemas"
reside en que con frecuencia se juzga al muchacho según pautas adultas en
lugar de hacerlo con las apropiadas para su edad. Por ejemplo, es necesario
saber que gran parte de sus maneras groseras y de su vestimenta caprichosa
cumplen el objetivo de atraer la atención ajena hacia sí mismo. Asimismo, su
egocentrismo lo hace poco cooperativo, lo vuelve desconsiderado con otros y
proclive a hablar de sí mismo y de sus problemas. Un comportamiento semejante
revela inmadurez y conduce a que se emitan sobre él juicios desfavorables.
El
adolescente es más un problema para sí mismo que para los demás. No se ha
adaptado a su nuevo rol en la vida, por lo cual se siente confuso, inseguro y
ansioso. Es un error tratarlo como si fuese un niño o esperar que se comporte
como un adulto. En tanto el muchacho permanece en este estado de confusión e
incertidumbre no cesa de estar tenso y nervioso. Esto lo conduce, a veces, a
una conducta agresiva, perturbadora y que busca llamar la atención; o a la
depresión, irritabilidad e infelicidad.
Después de
alejarse afectivamente de sus padres, muchos adolescentes se sienten a la
deriva y necesitan encontrar nuevas fuentes de protección para sus problemas.
Algunos se vuelven hacia profesores, sacerdotes, hermanos mayores, parientes
adultos y amigos de la familia. Otros consideran a todos los adultos como
representantes de la autoridad y evitan colocarse en una posición de
sometimiento frente a ellos. Entonces requieren ayuda de miembros de su
propia edad o, si no tienen confianza en el auxilio que éstos pueden
prestarles, se ponen en comunicación con consejeros invisibles a través del
correo y obtienen respuestas en columnas apropiadas de periódicos y revistas
o por medio de la radio y la TV.
Muchos de los
problemas que enfrenta el preadolescente atañen, también, al adolescente
tardío. Esto indica que el adolescente mayor no resolvió satisfactoriamente
los problemas que se le presentaron en la etapa anterior. Por ejemplo, si
sigue muy preocupado por su apariencia, si busca escaparse de sus
responsabilidades escolares con otras actividades, o si las relaciones con
miembros del sexo opuesto todavía constituyen un problema.
Infelicidad
Es posible
que una inadecuada evolución en la adolescencia lleve al muchacho a
desarrollar ciertos rasgos de infelicidad. De por medio está: un
desconocimiento agudo de la propia personalidad y del sentido de su vida y de
las situaciones concretas por las que atraviesa; una permanente falta de
aceptación personal provocada muchas veces por nocivas comparaciones con
otras personas; una desmotivación constante que no le permite tomar la propia
vida como reto y como "el negocio más grande" que tiene entre
manos. No se pueden olvidar las circunstancias y el ambiente que tanto
golpean a los muchachos de esta edad.
Son varias
las razones por las que estos rasgos de infelicidad deberían estar sujetos a
un cuidadoso control. En primer lugar, la infelicidad conduce a una conducta
que la perpetúa. El adolescente que exhibe cierta infelicidad por su
expresión taciturna o mediante una conducta antisocial, descubre que las
reacciones sociales que suscita son tan desfavorables que lo convierten en un
ser rechazado. Esto acentúa su infelicidad y lo lleva a otras formas de
conducta que intensifican el rechazo social.
La
infelicidad se convierte a menudo en un estado habitual. Deja su marca en la
expresión facial de la persona y en su modo característico de adaptarse a la
gente y a las situaciones que le depara la vida. Los formadores deben
intervenir decididamente para cortar de raíz las causas de esa infelicidad
que se puede ir incrustando en el alma del muchacho. Las consecuencias,
aunque se estén gestando en el silencio, pueden salir a la luz después de
varios años y de forma tristemente dramática.
La
infelicidad conduce a ajustes personales y sociales deficientes que, con el
tiempo, pueden derivar en perturbaciones de la personalidad. Que esto suceda
o no depende en gran medida de la forma de expresión que adopte la
infelicidad. Por ejemplo, el adolescente que mitiga los tormentos de su
condición infeliz refugiándose en un mundo de pensamientos quiméricos tiene
más probabilidad de llegar a padecer trastornos mentales que quien expresa su
infelicidad disputando con otros.
C. Cómo se
facilita la transición hacia la adultez
La persona
que es inmadura en la adultez lo fue también, muy probablemente, durante toda
su adolescencia. Tal vez no contó con el estímulo ambiental o la motivación
suficiente para aprender lo que aprendieron sus compañeros. De ahí la
importancia de facilitar la transición a la madurez.
Será muy útil
en la educación del adolescente que se combine una restricción con un
privilegio (por ejemplo, dar o no un permiso, conceder un viaje especial).
Esto hará que el adolescente asuma la responsabilidad de sus acciones y al
mismo tiempo acentuará su responsabilidad hacia el grupo social.
Ayudará,
también, que los formadores combinen una acción de libertad con una de
responsabilidad. Cuando el adolescente aprenda que los derechos y las
responsabilidades van unidas, el hecho lo ayudará a refrenar sus exigencias
de derechos hasta ser capaz de manejarlos con éxito.
Es bueno
también alternar un elogio (entendido más como aliento) con una crítica
positiva. Demasiados cumplidos pueden conducir al adolescente a una confianza
en sí mismo llena de vanidad que disminuirá su motivación para conformarse a
las expectativas sociales. Una crítica persistente debilitará la confianza en
sí mismo y hará también decrecer su motivación. Un equilibrio saludable entre
ambas actitudes, por el contrario, incrementará su motivación para aprender
lo que se espera de él y reforzará la confianza en sus actitudes.
Se deben
relacionar las exigencias del adolescente con su capacidad de aprendizaje. No
hay manera más rápida de inducir al adolescente a romper sus vínculos con la
infancia y a desarrollar sus propias pautas de pensamiento y de acción que
brindarle la motivación necesaria para que haga aquellas cosas que están a su
alcance, de acuerdo con su grado de desarrollo. Es decir, el formador debe
conocer bien las posibilidades del adolescente en cada fase y dimensión de su
personalidad, y debe inducirle a potenciarlas lo más posible.
Un elemento
que ayudará al muchacho es enseñarle a dejar el egocentrismo característico
de esta etapa de manera que comprenda que no es el centro del pensamiento y
sentimientos de las demás personas como él lo experimenta. Y, por otro lado,
es preciso que aprenda a distanciarse de su impresionabilidad para ser más
objetivo y sereno en sus juicios y actitudes ; que contrarreste los
sentimientos negativos con actos positivos.
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